miércoles, enero 5

Mad Mendoza Ombawa, orgullo y ejemplo

Trinchábamos un caluroso mes del año 2005. En aquella cocina éramos cuatro infatigables gladiadores que nos cascábamos servicios eternos, turnos partidos, creación de recetas, escandallos, cenas de personal, día y medio de fiesta, malditos inventarios, menú, carta y grupos; y todavía nos quedaban fuerzas para irnos a tomar unas pintas de Guinness al pub de la esquina o a jugar de madrugada a billar para refrescar neuronas y cuerpo con unas cuantas VollDamm. Unos verdaderos canallas de los fogones que luego vi reflejados en los libros de Anthony Bourdain, Confesiones de un chef; o en el de los verracos David de Jorge y Hasier Etxeberría, Porca Memoria. Dudo mucho que alguno de los fregaplatos orientales o mejicanos de Bourdain haya tenido la oportunidad o haya llegado tan alto desde tan abajo como el amigo a quien dedico este escrito...

La primera vez que el filipino entró en la cocina ni siquiera se atrevía a mirarnos a los ojos cuando hablábamos con él. Era una actitud humilde, retraída, rozando lo servicial. Resistir en el tren de lavado de nuestra infernal cocina, que también recibía barcas y cestas de sala, no era tarea fácil, sencilla, ni agradecida. Pero ese fornido y bajito moreno tenía nervio, vista, oído y, sobre todo, tenía ganas de aprender. Aquel energúmeno trabajaba como un animal, como si de aquel servicio dependiera la vida de toda su familia. Y vaya si dependía!

Allí pasé seis meses en los fuegos, a pie de hornos con rustideras traicioneras que marcan antebrazos de por vida, fogones con ollas de fondo de cordero cuyo olor impregnaba mi piel durante una semana por mucho Nenuco en el que me bañara, una plancha de cromo incrustada de Sr. Maillard que volvía brillar cual espejo después de cada servicio, me flanqueaban una infernal salamandra, un horno de convección, un abatidor y un carcelario montacargas. Después de aquello, estuve un año como jefe de cocina cantando vales, emplatando "lo frío", creando recetas, soportando a jefes de manual y master en la "Wisconsin Yuniversiti", proveedores de variados pelajes y clientes de solomillo muy hecho y gazpacho caliente.

Meses enseñando lo que por aquel entonces había aprendido de otros cocineros y chefs pero, sobre todo, defendiendo por encima de todas las cosas a mi equipo, a mi guardia pretoriana, a cuatro canallas que hicieron de mi una mejor persona y mejor cocinero, ¿¿seguro??. Todavía se me salta alguna lagrimilla cuando de entre los libros de mi biblioteca aparece el librito-dedicatoria que me entregaron en nuestro último servicio juntos.

Y el filipino allí seguía, con ganas de agarrar el cuchillo cebollero si era menester, loco por subirse a la cortafiambres para hacerse unas cuantas docenas de carpaccios, diligente y rápido si era cuestión de pelar  un par de sacos de patatas. Eso si, siempre y cuando los jodidos jefes no estuvieran por allí pululando, porque a aquel filipino se le pagaba por estar en la pica y a nosotros para estar en la cocina. Mecagüenmiputacalavera. Aquellos servicios y aquella cocina sí que eran pura adrenalina. De la última persona que me despedí en aquel último y memorable servicio fue del filipino, y no fue algo casual. Fue con la más absoluta premeditación y alevosía, con la decisión tomada después de muchas horas de reflexión junto a jarras de cerveza o cubatas de ron añejo. Con la picardía de quien ha descubierto un diamante en bruto pero que los valores que le han inculcado en el colegio de pago y con los hermanos Maristas le prohíben robarlo y salir corriendo. Tenía que ser algo noble, legal, serio, y en aquella época éramos de todo menos eso.

El jodido fregaplatos ya no era aquel sumiso filipino que había caído en nuestras garras hacía más de un año. Al menos ahora aguantaba la mirada tres segundos y medio. Nos dimos un fraternal apretón de manos, le pasé con vehemencia mi nueva y flamante tarjeta de visita, le busqué la mirada y le dije: "Si algún día necesitas cualquier cosa, utiliza el número que tienes en esa tarjeta y me llamas".

Mad y Andrés
Se inició un nuevo y ambicioso proyecto. Un nuevo equipo de cocina. Un nuevo sistema de trabajo y una filosofía fresca y renovada. Y me llamó. Al cabo de unos meses me llamó. Y se incorporó inmediatamente en nuestra lujosa cocina subarrendada a unos piratas de la noche y a unos filibusteros de gran hostelería española. Fue una fabulosa, canalla y rentable época en la que todos aprendimos de todos. En la que nadie se iba a su casa hasta acabar una caja completa de AKDamm que conseguíamos poner casi frappé en el abatidor. Allí se cocinaron salsas y amores a fuego lento, se frieron huevos de pata con puntilla (que no de pato como lucen algunas cartas) y se dieron divorcios crujientes en fritura profunda, se lanzaron cuchillos japoneses, puñaladas traperas y navajitas plateás, se envasaron toneladas de fuásmicuit al vacío y se vaciaron mirialitros de ron, se lloró pelando cebollas y leyendo felicitaciones de clientes, confitamos carrilleras y amistades sabrosas, se luchó contra la "pluma" de centenares de kilos de chipirones y berreamos a una decena de pulpos incompetentes del marketing y del mantenimiento, se hicieron fotos para la web imitando a modelos de pasarela y grabamos noches gelatinosas cual capipota, se dejó el listón profesional muy alto y nadie nos superó jugando al ping-pong sartén en mano en la mesa de pase. En definitiva, un verdadero paraíso.

Aquel filipino ya miraba a los ojos y le aguantaba la mirada a cualquiera, qué jodío! El adolescente con responsabilidades familiares de adulto se convirtió sin darnos cuenta en un elemento imprescindible del engranaje de aquella bestial cocina. El fregaplatos inmigrante pasó a ser un hijo adoptado. El filipino que quiso conquistar Barcelona encaramado a la cornisa de la terraza de mi casa llevaba en las venas suficiente whisky como para flambear todas mis queridas plantas (lamadrequeteparióquesustonosdistepinchecabrón!) El diamante en bruto empezaba a brillar con luz propia para unos pocos afortunados que andábamos cerca.

Tras aquella época de vacas kobe cebadas, de tarjetas platino y de facturas indecentes tocó ponerse serio. Se inauguró un nuevo proyecto con mucha ilusión y poco miedo. Definitivamente fue allí donde aquel fanático del baloncesto, aquel imitador de pelis de artes marciales, aquel bailarín de striptease, aquel bebedor de whisky a palo seco, aquel veinteañero padre de dos hijos se convirtió en cocinero. Sin escuela, sin título, sin master de la "Wisconsin Yuniversiti". A pelo, a trabajo, a sudor y a lágrimas.

Giuseppe y Mad
A los diez meses vinieron los toros anoréxicos, los billetes negros y la lupa de doce aumentos para los tickets de gastos. Como canta Sabina, el portazo sonó como un signo de interrogación. Unos proyectos acaban pero otras oportunidades se vislumbran allá a lo lejos. Seguimos juntos tras aquella debacle y él confirmó lo que ya sabíamos aquellos pocos: que es un tipo inteligente, justo y de gran corazón, pero no porque siguiera con nosotros sino por lo que hizo por nosotros y por la empresa. El último día del restaurante descorchamos y brindamos con un champanillo francés recordando aquellos dorados tiempos de nocturnidad y alevosía que nos bebimos a tragos largos y distancias cortas.

Le vimos desolado al separarse de sus hijos para darles lo mejor en Filipinas mientras él y su mujer resistían en Barcelona. Le vimos con moto, sin moto, en taxi, en bus, en metro y en ferrocarril. Le vimos cachas y le vemos ahora con más barriga que en el 2005 por culpa de aquellas AKDamm, de aquel tirador de Moritz tostada y de estas VollDamms de Xiringuito. Le vimos comiendo todas las guindillas del mundo y bañando en salsa picante cualquier comida. Y ahora le vemos de nuevo con su hija que ya estudia catalán y la puede volver a llevar a Port Aventura. En pocos meses lo veremos con su hijo y la familia estará de nuevo reunida. Vemos a un padrazo ejemplar.

Nos emocionó cuando decidió hacer un cursito de cocina. Lo emocionamos con unos cuchillos japoneses que ahora luce orgulloso en la cocina de su nueva empresa. Sus patrones y los envidiosos cocineros que lo rodean todavía no dan crédito a que fueran un regalo de sus antiguos jefes y compañeros. Otro empresario con vista de lince lo tiene mimado y dudo que se le escape. El escala puestos en la cocina por méritos propios y se deja querer. Su mirada es ahora firme, segura, trabajada, experimentada, escarmentada, noble.

Ojalá todas estas nuevas hornadas de cocineros recién incorporados al duro trabajo de la hostelería tengan la mitad de ganas, voluntad y empeño. Otro gallo cantaría en el sector, en las colas del Inem y en calidad de las relaciones humanas.


Ahora me llama para felicitar las fiestas y no tengo tarjeta de visita. Será un lujazo volver a cocinar algún día a su lado.

Marcha vale!
Gracias Mad Mendoza Ombawa.
Oído chef!

9 comentarios:

  1. ¿Este post lo has escrito con ese nuevo periférico no? Ese que se enchufa directo al corazón y no hacen falta manos para teclear.

    Se nota... y mucho.

    ResponderEliminar
  2. Qué gran artículo Pantxeta. Las letras perdieron un gran escritor prosaico.
    Abrazo. Nacho

    ResponderEliminar
  3. Osti, Pantxeta,

    Qué gran homenaje y qué emoción.

    Comparto la opinión de mi starbase.

    Un abrazo,
    Cris galega

    ResponderEliminar
  4. Precioso artículo. Nada más. Y nada menos. Bueno, si, otra cosilla: sois una manada de alcohólicos :-)

    ResponderEliminar
  5. @Starbase, más nos vale no perder ese periférico para el 2011... porque como nos fiemos de los números, vamos 'apañaos'... Y esperemos seguir enchufando al corazón historias, danacoles y no tener que resetearlo...

    @Natxete, gracias por seguir cerca. Que nos quiten lo bailao...

    @Cris, si perdemos la emoción ya no habrá cocina ni historias que contar. Ya verás como pronto encontraremos otro rincón para que nuestro querido Starbase siga disfrutando de bocatas de tortilla y sobrasada... promised!!!!! Patonggss

    ResponderEliminar
  6. Maestro eSedidió,

    Tenía este artículo-homenaje a medias desde hace unos meses. Te diré que tu "Un conto de Nadal" me dio el respingo que faltaba para volver al texto y acabarlo, corazón en mano como dice tu 'replicadoroficialwebmaster' Starbase.

    Si, fuimos una manada de alcohólicos, impresentables y fuera de la ley. Ahora bebemos menos pero mejor si el presupuesto lo permite. Ya no hay resacas sino convalecencias. Solo robamos tiempo a nuestras parejas para intentar escribir de lo que nos de la gana pero con buena ortografía.

    Espero que vuelvas a recuperar energías y seguir leyendo tus pantagruélicos artículos este nuevo año. Aunque estaría "buenérrimo" verte por OT o por la Noria...
    ;-))))))

    Un abrazo

    ResponderEliminar
  7. Al próximo que me llame maestro le hago vudú, lo juro por García Olmedo.

    ResponderEliminar
  8. Realmente has escrito una descripción repleta de emociones... Por momentos me recordabas a Anthony Bourdain i sus memorias... encantan.

    ResponderEliminar
  9. Señor eSedidió, yo no le he llamado maestro ni lo volveré a hacer! juas!

    Por cierto, tengo un maravilloso artículo de La Vanguardia (16-1-11) dentro de la sección "Crónicas Burguesas" donde se habla de la financiación de"Món San Benet" = Fundación Alicia que te encantaría... y más ahora con la Adrià Foundation...

    Un saludo!

    ResponderEliminar